martes, 19 de abril de 2011

La Noche que Conocí a Einstein

Original en inglés por: Jerome Weidman, en http://sivers.org/weidman
Traducción al castellano: Edwin Francisco Herrera Paz

Siendo aun muy joven, cuando apenas comenzaba a labrarme un camino en la vida, fui invitado a una cena en la casa de una distinguida filántropa de Nueva York. Después de la cena la anfitriona nos trasladó a un enorme cuarto de dibujo. Mientras entraban los invitados, mis ojos quedaron fijos en dos escenas intimidantes: La servidumbre colocaba unas lujosas sillas en nítidas y largas filas;  y enfrente, recostados sobre la pared, descansaban unos instrumentos musicales. Aparentemente, yo estaba allí para pasar la noche oyendo música de Cámara.

Uso la frase “para pasar” porque la música no significaba nada para mí. Soy casi sordo a los tonos. Solo mediante un gran esfuerzo logro entonar la más simple de las melodías, y la música formal no significaba nada más para mí que un conjunto de ruidos. Así que hice lo que siempre hacía cuando me sentía acorralado en una de estas situaciones: me senté, y cuando la música comenzó, acomodé mi cara en lo que yo esperaba que pareciera una expresión de inteligente apreciación, cerré mis oídos desde adentro y me sumergí en pensamientos completamente irrelevantes.

Después de un tiempo, al darme cuenta de que la gente a mi alrededor estaba aplaudiendo, concluí que era seguro destapar mis oídos. En ese momento escuché a mi derecha una voz gentil pero sorprendentemente penetrante.

“¿Es usted fanático de Bach?” me dijo la voz.

Yo conocía de música lo mismo que sabía de fisión nuclear. Pero sí podía reconocer una de las caras más afamadas del mundo, con la famosa melena de pelo blanco revuelta y la pipa siempre presente entre sus dientes. Estaba sentado al lado de Albert Einstein.

“Bueno…,” me sentí incómodo e interrogado. Me acababan de hacer una pregunta casual, y lo único que tenía que hacer era proporcionar una respuesta igualmente casual. Pero pude ver en la mirada de aquellos extraordinarios ojos de mi vecino que no era su objetivo cumplir con los deberes que dictan las normas de cortesía. Independientemente del valor que le asignara yo a mi participación en aquel intercambio verbal, este hombre sí parecía tomar su propia participación en la plática muy en serio. Sobre todo, sentí que este no era un hombre al que se le pudiera decir una mentira, por pequeña que fuera.

“No sé absolutamente nada de Bach,” dije apenado. “Nunca he oído su música.”

Una expresión de sorpresa y perplejidad se apoderó del semblante de Einstein.

“¿Nunca ha escuchado a Bach?”

Lo hizo sonar como si lo que yo había dicho era que nunca me había bañado. “No es que no quiera que me guste Bach,” admití. “Solo es que soy sordo a los tonos, o casi sordo, y nunca he escuchado realmente la música de nadie.”

Una cara de preocupación invadió el viejo rostro. “Por favor”, dijo abruptamente, “¿Puede acompañarme?”

Se puso de pié y me tomó del brazo. Yo me paré. Mientras me guiaba a través de aquel salón repleto mi avergonzada mirada no se apartaba de la alfombra. Un creciente murmullo de especulación y duda nos persiguió hasta el pasillo. Einstein no le prestó atención.

De manera resuelta me guió hasta el segundo piso. Obviamente conocía bien la casa. Una vez allí, abrió la puerta de un estudio lleno de libros perfectamente alineados, me metió y cerró la puerta.
“Ahora,” me dijo con una sonrisa pequeña y perturbada. ¿”Me puede decir, por favor, desde hace cuanto tiempo ha sentido esto por la música”?

“Toda mi vida,” dije amargamente. “Me gustaría que usted regresara abajo y escuchara, Dr. Einstein. El hecho de que yo no lo disfrute no tiene importancia.”

Él movió su cabeza en señal de desaprobación, como si lo que yo había dicho fuera irrelevante.

“Dígame por favor,” dijo. “¿Hay alguna clase de música que sí le guste?”

“Bueno,” contesté, “me gustan las canciones que tiene letra, y con un tipo de música cuya tonada pueda seguir.”

Sonrió con un gesto de aprobación, obviamente complacido. “¿Tal vez me puede dar un ejemplo?”

“Bien”, expuse. “Casi cualquier cosa de Bing Crosby.”

De nuevo, animado, hizo un gesto de aprobación. “¡Bien!”

Caminó a un rincón de la habitación, abrió un fonógrafo y comenzó a sacar discos. Yo, inquieto, solo lo miraba. Finalmente se alegró. “¡Ajá!” exclamó.

Puso el disco y en un momento la habitación estaba llena del ambiente melodioso y relajante de “When the Blue of the Night Meets the Gold of the Day” de Bing Crosby. Einstein me miraba mientras seguía el ritmo con el mango de su pipa. Después de dos o tres frases detuvo el fonógrafo.

“Ahora,” dijo, “¿Puede repetir lo que ha escuchado?”

La respuesta más sencilla parecía ser cantar la canción. Eso hice, tratando desesperadamente de mantener el tono y evitar que la voz se me quebrara. La expresión en la cara de Einstein parecía un sol radiante.

“¿Ya ve?” dijo encantado cuando terminé. ¡Usted sí tiene oído!

Murmuré algo sobre que esa era mi canción favorita, que la he escuchado cientos de veces, así que eso en realidad no probaba nada.

“Tonterías,” dijo Einstein. “¡Lo prueba todo! ¿Recuerda su primera lección de aritmética en la escuela? Suponga que en su primer contacto con los números, su maestra le hubiera ordenado trabajar en un problema de, digamos, divisiones largas y fracciones. ¿Lo hubiera podido hacer?”

“¡Claro que no!”

“¡Precisamente!” Einstein realizó una onda triunfal con el humo de su pipa. “Hubiera sido imposible y hubiera entrado en pánico. Usted hubiera cerrado su menta a las divisiones y fracciones. Como resultado de ese pequeño error de su maestro, es posible que usted se hubiera rehusado a experimentar la belleza de las divisiones largas y de las fracciones el resto de su vida”.

Su pipa subió y bajó de nuevo haciendo otra onda.

“Pero en el primer día de clases ningún maestro sería tan ingenuo. Comenzaría con cosas elementales, luego, a medida que usted hubiera adquirido la habilidad requerida con los problemas más simples, le enseñaría divisiones largas y fracciones.”

“Así pasa con la música”. Einstein recogió el disco de Bing Crosby. “Esta pequeña, simple y encantadora canción es como simples sumas y restas. Usted las ha dominado. Ahora movámonos hacia algo más complicado”.

Encontró otro disco y lo puso. La voz dorada de John McCormack cantando “The Trumpeter” llenó la habitación. Einstein detuvo el disco.

“Entonces,” dijo, “¿Podría cantar eso por favor?”

Lo hice, con una gran dosis de autoconciencia pero –diría yo- con un alto grado de precisión. Einstein me miró con un semblante que solo había visto una vez en mi vida: en la cara de mi padre mientras me escuchaba exponer el discurso de clausura en mi graduación del colegio.

“¡Excelente!” Remarcó Einstein cuando terminé. “¡Estupendo! Ahora esto.”

“Esto,” resultó ser Caruso en lo que era para mí un fragmento completamente irreconocible de la  “Cavalleria Rusticana.” Sin embargo, me las arreglé para reproducir una aproximación de los sonidos que el famoso tenor había hecho. Einstein me dio su aprobación.

A Caruso le siguieron por lo menos una docena más. No podía ocultar la sensación de asombro que me provocaba la manera en la que este gran hombre –ante cuya compañía había sido yo arrojado por pura casualidad-, se encontraba completamente preocupado por lo que estábamos haciendo, como si yo fuera lo único que importaba en el mundo.

Al final llegamos a las grabaciones sin letra, las cuales me instruyó que reprodujera tarareando. Cuando intentaba hacer una nota aguda, Einstein abría la boca y tiraba la cabeza hacia atrás como ayudándome a alcanzar lo que parecía inalcanzable. Evidentemente me aproximé lo suficiente, por lo que de repente apagó el fonógrafo.

“Ahora, jovencito,” me dijo poniendo su brazo sobre mi hombro. “¡Ya estamos listos para escuchar a Bach!”

En el momento que volvimos a nuestros asientos en el salón de dibujo, los músicos se preparaban para una nueva melodía. Einstein sonrió y me dio un pequeño golpe en la rodilla en señal de respaldo.

“Solo permítase usted mismo escuchar,” me susurró. “Eso es todo.”

En realidad, eso no era todo. Sin el esfuerzo que él había hecho en enseñar a un completo extraño yo nunca hubiera escuchado, como lo hice esa noche por primera vez en mi vida, “Sheep May Safely Graze,” de Bach. Desde entonces la he escuchado muchas veces. No creo aburrirme alguna vez de ella. Porque no la escucho solo. Me siento al lado de un hombre pequeño y regordete con un pelo blanco alborotado, una pipa agarrada entre sus dientes, y ojos que contienen en su extraordinaria calidez todas las maravillas del mundo.

Cuando terminó el concierto me uní a los otros asistentes en un genuino aplauso.
De pronto, fuimos confrontados por nuestra anfitriona. “Siento mucho, Dr. Einstein”, dijo mientras me dirigía una gélida mirada, “que se haya perdido gran parte de la interpretación.”
Einstein y yo nos pusimos de pie rápidamente. “Yo también lo siento,” dijo. “Sin embargo mi joven amigo aquí presente y yo, nos encontrábamos envueltos en la actividad más grandiosa de la que cualquier hombre sea capaz.

Ella parecía desconcertada. “¿De veras?” Dijo. “¿Y cuál es esa actividad?”

Einstein sonrió y cruzó su brazo sobre mi hombro. Luego articuló diez palabras que –al menos para un servidor infinitamente agradecido- son su epitafio:

“Abriendo pues otro fragmento de la frontera de la belleza.”


Cavalleria Rusticana con Plácido Domingo.
Sheep May Safely Graze, BWV 208 Johann Sebastian Bach

3 comentarios:

  1. Que hermosa historia!
    Cuantos seres permanecen cerrados a múltiples posibilidades por no haber encontrado en su momento quien los guiase como a este afortunado señor, y nada menos que con Einstein de cicerone.
    Nos hace reflexionar sobre la importancia de tener docentes formados, capacitados para educar nuestros niños y que sean, sobre todo, personas intuitivas y sensibles.

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  2. Un hombre de espiritu grande NO olvida los caminos recorridos ni pierde la conexion con lo sencillo ni deja de tener a la vista los ideales, por eso siempre es el mejor Maestro. Slds. jose ma. castillo

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  3. Gracias Eric y José María. Sin duda Einstein fue sobre todo un gran maestro. Saludos.

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