miércoles, 2 de mayo de 2012

Cultura del poder: Etimología de los simbolismos en Honduras


Por: Nelson Arambú.  

Para Demócrito, fue tan sencillo como plantear la existencia de los átomos, tan individuales que al agruparse dan origen a lo que conocemos.   El arjé de la crisis del individuo presupone un efecto directo en la colectividad, por tanto, si asumimos al estado como una serie de partículas en teoría individuales pero que juntas dan origen a lo que conocemos como nación, ¿seríamos capaces de asumir que somos responsables directos del buen o mal funcionamiento del mismo?

A finales del siglo pasado, cuando la ciudadanía de este pequeño país veía las agujas del reloj abrir las puertas del nuevo siglo, entre tragos de aguardiente y otros con champagne – barato y de mala calidad – soñaba que Honduras habría de alcanzar su época dorada, ni el más hábil de los teoristas podría augurar tal descalabro económico, social, político y especialmente humanitario. La pequeña nación centroamericana – por ubicación pero más parecida al África por el sufrimiento al que han sido condenados sus habitantes  – alcanzaría los peores estándares de calidad de vida, no fundamentados estrictamente en la privatización de los bienes públicos, sino por la pérdida del raciocinio que caracterizo al país en los últimos 20 años. En yuxtaposición al desplome humanitario, esta década había sido declarada el Decenio Internacional de una cultura de paz y no violencia para los niños del mundo (2000-2009) por la ONU.

¿Cuántas de las cosas que le suceden al país hoy día tienen su origen en la cultura? En 1982, la Unesco declaró: “La cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella, discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella, el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden” (Unesco, 1982: Declaración de México).

La forma de estructura que tiene la sociedad hondureña ha sido reforzada en el consiente colectivo a través del poder de los símbolos. Es necesario que comprendamos que los símbolos son en su mayoría definidos por un sector social pequeño, que de manera arbitraria y basada en sus propios preceptos de moralidad, orden y modelos a seguir, establecen símbolos sociales que funcionan como códigos del comportamiento para orientar al imaginario colectivo – para quienes podría sonar a isomorfismo, no están alejados de la realidad – desde eslogan para campañas políticas hasta la parafernalia armada de los despampanantes desfiles militares, el saludo visceral del comandante de las Fuerzas Armadas al jefe de estado, la misa de apertura de un nuevo gobierno, la cena del 04 de julio en la embajada de los Estados Unidos, el árbol nacional, la bandera, el escudo, la credibilidad del apellido, el matrimonio, las iglesias católica y su prima cada vez más parecida la protestante, los equipos de futbol, la ciudad de San Pedro Sula como símbolo de desarrollo y Tegucigalpa la eterna emblemática de la pobreza y la esclavitud minera, los desfiles del 15 de septiembre insignias ineludibles de una juventud dogmatizada que marcha perenne demostrando su feudo desmedido a una sociedad adulta y decadente, que les aplaude como a sus bufones personales. Siempre quise saber, ¿Por qué razón si celebrábamos independencia, se hace un único desfile y además tan homogéneo?
   
Uno de los simbolismos arraigados con mayor fuerza en la cultura hondureña, lo debe ser la cultura de la no violencia, la que debemos entender como: cultura de la sumisión. Posiblemente toda generación nacida a partir de los 80´s creció con el fantasma de la guerra fría, como un fenómeno aislado de sociedades barbarás, anarquistas, violentas y con profundos vacios morales. El país en el que nacieron, por el contrario, se pintaba a sí mismo como una isla, un lugar paradisiaco donde alguna vez en siglos pasados, un indio llamado Lempira (1537) o un general de apellido Morazán libraron batallas con un sentido libertario. Paradójicamente al general fusilado en San José,  Costa Rica en 1842, se le celebra con desfiles armados, fusiles cañonazos, y un saludo tiranizado a la tribuna conservadora, clasista que devela pulcritud e indulgencia por sus vasallos muertos de hambre.

Nada puede ser más contradictorio que celebrar a Francisco Morazán como siervos de la supremacía. Durante su gestión como mandatario de la República Federal, Morazán promulgó las reformas liberales, las cuales incluyeron: la educación, y libertad de prensa y de religión; además limitó el poder de la iglesia católica con la abolición del diezmo de parte del gobierno, y la separación del estado y la iglesia como emblema innegociable de la libertad del pueblo. En fin, al observar en detalle la lucha de este eminente reformista, se esperaría que la celebración de él como símbolo fuese tan rebelde como su propia esencia. Imaginaría las calles repletas de jóvenes cuestionando al sistema, promoviendo reformas, incitando a la rebeldía, rayando las paredes, demandando la defensa del estado seglar; un ejército caminando al lado del pueblo, recordándole a la clase mimada que cualquier síntoma de amenaza al bien común, desencadenaría una reacción popular en su contra, que seguramente Miguel Facussé temblaría ante la tan sola idea de lastimar a un campesino.  
     
Emma Goldman determinó que la tendencia de nuestros tiempos estaba resumida en una sola palabra: Cantidad. Y es que nada sobre lo que podamos dilucidar tiene más fuerza que la cantidad, desde el trabajo menos remunerado hasta la idea de transformación social más grande que hayamos experimentado; por eso cobra fuerza la teoría de la relatividad pues parece que todo está determinado siempre por el observador,  e=mc2. En la validez de las reformas estructurales al estado por ejemplo: dependen de la masa, de la hecatombe popular. Un cambio importante no puede ser acuñado por un pequeño grupo. Habría que demostrar torrentes de muchedumbres beligerantes para justificar tal desacato a la autoridad. 

Por eso era importante en Honduras la famosa cuarta urna (2009). No bastaba, no era suficiente que algunos pensantes disidentes del sistema explicaran sabiamente que ninguna constitución puede estar por encima de las necesidades más básicas, más urgentes y especialmente más actuales de un país. Era necesaria la cantidad. Por eso también el término popularizado por las raquíticas mentes de la prensa mediática nacional, “los 4 gatos de la resistencia”  – me pregunto sí tenemos claridad respecto a que no son las mayorías las que determinan el curso de las cosas, sino una minoría privilegiada –.   
       
Las obras de Henrik Ibsen fueron geniales para desnudar la idea popularizada sobre el poder de las mayorías. Las mayorías sin conciencia pueden resultar peligrosas y punitivas; la masa por si sola es un simbolismo puro, sin trascendencia, una horda amorfa que no cuaja, que pierde la capacidad no solo de cuestionar al sistema sino de auto-cuestionarse, de crecer y cohesionarse sabiamente, de establecer ritmos, parámetros y sinergias éticas. Una masa significativa tiene calidad, tiene fuerza, el número es prescindible.  Cuando los conservadores balbucean para explicar el descalabro social acuden inmediatamente a la moral. La pérdida de esta es – en su poca capacidad analítica – la única responsable del desorden en el que el país se encuentra. No son capaces de identificar sus aportes significativos a la crisis; las fracasadas regulaciones que ejercen bajo el principio de democracia, cuyo objetivo final es el control de una masa que está compuesta en su naturaleza por todas las minorías. No es contradicción semántica, es simpleza existencial.

La figura de autoridad diseminada entre la gente es quizá el mayor enemigo de la utopía. El simbolismo del poder en la idiosincrasia de este pueblo es tenaz. Revelarse ante esa autoridad es un pecado. Pese a que sea sistemáticamente errática, sería más errático el desacato que el correctivo hacia la autoridad misma. Volvemos a la perspectiva pues la autoridad siempre será inversamente proporcional a la disposición a obedecer, o expresado en otros términos, nadie puede dominar sin que el otro esté dispuesto a permitirlo. Por ello es tan esencial el principio de rendición. Es “bueno rendirse”. Si te cansas debes rendirte; si no podés contra la corriente debés rendirte. El simbolismo impuesto no es luchar, es rendirse ante una autoridad mayor, una fuerza suprema a la que es prohibido desobedecer, unas veces llamada Dios, otras veces gobierno, policía, ejercito, partidos políticos, instituciones, lacrimógenas, fusiles, padres, iglesia, marido, matrimonio, indiferencia, injusticia, uniformes, estatuas, banderas, escudos, dinero…, en fin, aunque la bandera este fea, no te atrevas a decirlo, es haram.

Nelson Arambú / Abril 2012. 

1 comentario:

  1. Nelson, yo soy cristiano. Pero fíjese que dentro de algunas iglesias existe la falsa doctrina de imponer en la feligresía la aceptación de la autoridad A PESAR DE sus abusos y excesos. Esto ha llevado a algunas cabezas de la iglesia a realizar todo tipo de arbitrariedades, a pesar de lo cual continúan en sus puestos de liderazgo, considerándose casi intocables.
    Yo creo que la autoridad es necesaria para crear orden y estructura. Sin embargo pienso que cuando la autoridad falla en mantener el orden y la estructura correctas y el bien común no es alcanzado, la rebelión es una salida válida.
    Buen artículo.

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